Leer | JUAN 15.12-15
20 de julio de 2012
Cuando Dios creó todo, solo una cosa no tuvo su aprobación. Miró a Adán, quien era el único ser en su clase, y dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2.18). El Señor creó a las personas para que tuvieran compañerismo emocional, mental y físico, de modo que pudieran compartir su ser más íntimo unas con otras.
Jesús explicó esto a sus discípulos, diciéndoles que debían amarse unos a otros tal como Él los había amado. En una amistad que honra a Dios, dos personas se edifican mutuamente y se animan una a otra a tener un carácter como el de Cristo. Sin embargo, muchas no logran entablar y mantener relaciones que estimulen su fe (Pr 27.17). Lo que hacen es hablar trivialidades propias de simples conocidos: el clima y los asuntos mundiales. Lamentablemente, también los creyentes rehúyen la conversación profunda en cuanto al pecado, la conducta transparente y la vida de acuerdo con los parámetros bíblicos, que servirían para enriquecer su fe.
Las relaciones sólidas comienzan cuando deciden arriesgar su orgullo y su comodidad para amar de la manera que lo hace el Señor Jesús. Reconocen que los amigos deben motivarse unos a otros para tener más santidad. En la amistad que hay confianza y humildad, dos personas se confiesan sus faltas, se amonestan gentilmente y comparten sus cargas.
Las murallas que levantamos para mantener alejadas a las personas, también las usamos para apartar a Dios de nuestros asuntos. En la medida que aprendemos a compartir con franqueza nuestros asuntos con un hermano en Cristo, desarrollamos la capacidad de ser más sinceros con Dios.
Dios te bendiga!
Amen
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